Mindfulness o “atención plena-conciencia plena” es una práctica
avalada por la comunidad científica internacional que se ha extendido
enormemente en los últimos treinta años, y cuyo origen esencial se remonta a
disciplinas ancestrales de meditación. La ciencia moderna está finalmente
validando empíricamente el mecanismo de transformación mente-cuerpo utilizado
por sabios y maestros de todas las épocas.
La base del mindfulness consiste en prestar atención a los pensamientos,
las emociones y las sensaciones sin juzgar ni elaborar mentalmente la
naturaleza de lo que recibimos. La clave reside en la aceptación de lo que
surge, momento a momento, sin detenernos a dotarlo de significado o contenido,
puesto que las imágenes mentales o los estados emocionales que recibimos
durante la práctica de cualquier disciplina contemplativa suelen tener como
ejes principales la rumiación (recuerdos del pasado cuya carga emocional
es eminentemente negativa) o las expectativas del futuro (principalmente
preocupación acerca de un futuro potencialmente negativo). Este estado de
aceptación permite que el cerebro pueda enfocarse en lo que sucede sin
necesidad de preocuparse compulsivamente acerca de su origen, sus causas y sus
consecuencias, lo que favorece que la mente consciente se expanda y que nos
convirtamos en protagonistas activos de nuestra salud física, mental, emocional
y espiritual.
El cerebro detecta información negativa más rápidamente que la positiva. El
miedo se percibe antes, ya que el cerebro antiguo ha estado evolutivamente más
tiempo trabajando en ese sentido, y las funciones cerebrales superiores son
relativamente recientes. Gottman (1995) afirma que se requieren 5 interacciones
positivas para lograr el mismo peso específico en el cerebro que una
interacción negativa. Es decir, debemos esforzarnos por favorecer interacciones
positivas, gratificantes, puesto que el cerebro, de forma natural, tiende a
centrarse más en las negativas.
Durante una práctica contemplativa, o durante nuestro día a día, el
cerebro nos lo pone ciertamente difícil: sigue rastreando lo negativo en
nuestra memoria y conciencia. Se ha demostrado en diversos estudios que un
minuto entreteniendo un pensamiento negativo deja nuestro cuerpo en una
situación delicada durante seis horas. El estrés, esa sensación de agobio
permanente, produce cambios muy sorprendentes en el funcionamiento del cerebro
y en la constelación hormonal: tiene la capacidad de lesionar neuronas de la
memoria y del aprendizaje localizadas en el hipocampo. Y afecta a nuestra
capacidad intelectual porque deja sin riego sanguíneo aquellas zonas del
cerebro más necesarias para tomar decisiones adecuadas. Además, el sistema
inmune queda gravemente debilitado.
Un valioso recurso contra la preocupación es llevar la atención a la respiración
abdominal, que tiene por sí sola la capacidad de producir cambios en el
cerebro. Favorece la secreción de hormonas como la serotonina y la endorfina y
mejora la sintonía de ritmos cerebrales entre los dos hemisferios.
Publicado por: Ángeles Torres